sábado, 1 de noviembre de 2008

RE BIRTH


Corrí la combinación del último cerrojo de la puerta de calle para luego apoyarme sobre la pared silenciosa, suspiré de alivio: estoy en casa. Dejé atrás cárceles móviles, demonios itinerantes, ringtones indeseables anunciando presencia esquivas, ya lejanos ecos de mi trabajo, disipados en la resignada oscuridad de la instancia desnuda de muebles. Todavía con los ojos cerrados, como queriendo demorarme en el rito de autodescubrirme nuevamente, me demoré en respirar el propio clima, la sensación de raíz, la cosmogonía deseada: hogar... el recuerdo de la risa de mi hijo jugando hace menos de cuatro horas entre la cocina y su habitación, la memoria audible de lo familiar, del barrio: goznes metálicos, motos desvencijadas, autos arrebatados y escatológicas charlas adolescentes en la esquina; cosas emblemáticas de mi cotidianidad, tan mías que sin ellas ya no sería yo...
De repente, reacciono ante el impulso de “terminar de llegar”, cruzo el comedor; en la cocina caliento café; veo, no sin asombro, que dejé la luz encendida del garage...mi casa es grande, laberíntica y circular (curiosa y paradójicamente borgeana...), para ir nuevamente al living atravieso una pequeña habitación que llamo rimbombante e irónicamente “el salón de planchado”, refiriéndome a un pequeño habitáculo transitorio donde se aloja la caldera... y la tabla de planchar. Vuelto al inicio del recorrido, verifico que las persianas estén bajas; un sahumerio a medio consumir caído en el piso me invita al éxtasis. Lo levanto desconcertado, ignorando como hizo para llegar allí.
Lo huelo.
Sándalo.
Varios como este, encendíamos en la casa junto al mar, en Pehuen Co, cuando mi nene, muy pequeño todavía, daba sus primeros pasitos aprendiendo a caminar, hace apenas una par de fugaces veranos, cuando la ilusión era la bandera del futuro, y los ideales cercenaban a la oscuridad con el filo arrebatado del apasionamiento y la certeza. Cuando aquella felicidad era real, la lluvia una bendición, y el dolor, ajeno.
Otro como este, encendió emocionada mi madre al llegar a casa, el día que a mis tan solo 28 años, me propusieron, instaron fervientemente y finalmente anunciaron, que sería el Director de Cultura de mi comunidad, aceptando el desafío de cambiar, positiva y definitivamente, el curso de la historia de la identidad de mi pequeño terruño.
Sándalo...
¿A tanta pléyade de recuerdos puede remontar un aroma delicado, lacónico y suave?, el interrogante me encuentra en la cocina, apoyando la punta del sahumerio sobre la débil llama que inicié en la hornalla. El reloj de pared me dice que ya transcurrió una hora y media desde que la medianoche labró el acta de mis cavilaciones. La combustión perfumada llena el ambiente; no dudo en aspirar con la decisión de embriagarme del dulce misticismo oriental.
Siento que se suceden, en el recuerdo, varios epitafios de mis yo muertos; palabras del ayer, elementos que han desmoronado otras vidas en mi vida, y de mi vida. No cedo a la nostalgia ni a la tentación depresiva; la soledad ya no es mi destino final, hoy lo se; un par de ojos de miel y una sonrisa luminosa comenzaron a alumbrar, nuevamente, mi destino...solo que toda transición siempre es, equívocamente considerada, la absoluta proyección de lo que se está viviendo en esos instantes, a veces velados a la esperanza, a veces...insobornables a la esperanza. Yo se que no, yo se que esos ojos, esa sonrisa, y esa nueva mano ahuecando el humo del sándalo en la palma, me harán (ya me hacen) libre de renacer.
Cierro los párpados y camino por el pasillo que va a los cuartos y al viejo y desvencijado estudio, hoy ciertamente desierto; luego, dejo mi ropa sobre la cama; me muevo en la oscuridad gobernándola, atizando la lóbrega e imperceptible luminiscencia desconocida para muchos de los ojos humanos. Vuelvo sobre mis pasos y diviso, en la penumbra reconfortante del living, la biblioteca y el escritorio, este último con el equipo de música y la máquina, los que me reciben apaciblemente en la languidez del orden rutinario. Todo está tal cual lo dejé, clara delación de mi austera soledad.
La silla enfrentada a la computadora no es confortable, pero es mía y me llama..
El vértigo de la proximidad al universo virtual, de mi retorno al buceo impersonal de la red infinita, me sacude con pulsiones de ansiedad irremisible.
Me siento frente al monitor y allí están ustedes...nunca dejaron de estar.
No puedo evitar sonreír y emocionarme.

Publicado y escrito por Fernando Quiroga en domingo, septiembre 21, 2008

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