jueves, 9 de septiembre de 2010

Adagio


El caminaba por el parque hacia el monte de abedules, extasiado, oyendo el adagio de la naturaleza.
Soñaba que quizá podría acontecer, que en cualquier momento ella acudiese con su bicicleta por la curva del camino, pero estaba desierto; solo algunos pájaros se agolpaban a la sombra.
A veces había tenido el albur de encontrarla y entonces alelado la veía al borde de la acequia, arrojando piedritas.
De cuando en cuando, su trato con él era afable, sin agravios y pasaban horas conversando sobre el ajetreado trabajo de los cosechadores, que apuraban su tarea antes que se largase algún aguacero.
Otras la veía airada alardear de que ella necesitaba conocer otros mundos, que un día cualquiera prepararía su valija y a volar, fuera de este pueblo aburrido, donde nunca pasaba nada.
Cuando él oía esa cantilena una muda furia le iba creciendo por dentro.
Tenía ganas de decirle; ¡cabeza de alcornoque, estas ciega, soñando con otros lugares y no sabes siquiera donde estás parada; tomate el trabajo de mirar a tu alrededor, de oler, de sentir!.

Ya ni siquiera le producía dolor que ella no reparase en él, aunque el amor por ella le brotaba por los poros; simplemente no podía soportar que ni en el más mínimo detalle, tratara de aderezar la rutina y ser alfarera de su propia vida, y estuviese siempre queriendo escapar, sin saber a donde.
Pero qué podía importarle a ella lo que él pensaba; y que quisiera ampararla entre sus brazos, mientras observaban la caída del sol.
De todos modos, ella nunca conocería este secreto que él llevaba muy bien guardado.
Por la noche, antes de dormir, se acercó a la ventana, apoyó los codos sobre el alféizar y dejó que la luna lo cubriera y mirando extasiado las estrellas, se dijo; Tal vez, algún día...!

Por María del Carmen Castro

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