martes, 25 de octubre de 2011

CAMPEÓN DEL AMOR...(fragmento)...

Por Pablo Ramos
Diatribas y endechas contra la desilusión del enamoramiento perdido. Cuando Ella deja de ser Ella y se convierte en algo totalmente distinto al ser amado. Y el ejemplo de un momento de felicidad plena gracias a la mano de un hombre admirado.

El dolor que siento cuando una relación importante se termina es algo que nunca me enseñó nada, que no me dejó nada aparte de un hueco enorme, de una desazón gigantesca, de un vacío artificial, hecho a su imagen y semejanza quiero decir, en el alma.

Que el amor que siento por alguien se termine es la confirmación de que eso -la nada- era anterior al amor y por lo tanto más verdadera, más real. La confirmación de que nunca, en realidad, hubo fe; que la esperanza (ella=mi esperanza) fue sólo una ecuación falsa, que si algo se encargó de demostrar fue sólo el tamaño descomunal que había alcanzado mi estupidez hasta el día de la fecha. De alguna manera eso siempre pude aguantarlo, sentirme estúpido y todo eso. Pero cuando pasa (y muchas veces pasa) que es el amor que el otro (ella=el otro) siente por mí el que terminó cuando el mío aún permanece con vida, la cosa se me complica.

Todo se derrumba por unos días; los días durante los cuales dura el miedo, la confusión. Tengo cuarenta y dos años y ya sé que es sólo por unos días, pero la verdad es que cuando algo se ha derrumbado importa poco por cuanto sea, porque derrumbado está. Son días de llorar y llorar, de maldecir: son días de duelo. El corazón: mi corazón, que pensaba que ahora sí tenía destino de grandeza pasional, que ahora sí, después de volver del descenso, iba a salir campeón del amor o algo así, casi no encuentra fuerzas para el próximo latido. ¡Y pensar que se hubiera jugado la vida! Pocas décimas de segundo atrás en la historia del cosmos yo, portando el mismo corazón, me había tomado un colectivo tras otro colectivo tras un tren tras otro colectivo para verla a Ella: La-ú-ni-ca-en-el-mun-do-pa-ra-to-da-la-e-ter-ni-dad. Con las monedas justas para ir, con la energía justa para llegar después de repartirme un camión de soda entero yo solito y con diecisiete años nomás, llegaba apenas para robar un beso a mi virgen novia en la puerta de su casa y volver, ya más a pie que otra cosa porque para la vuelta las monedas habían quedado menos que justas y la madrugada en la provincia está desprovista de todo tipo de transporte barato.

Pero si bien las monedas y el transporte faltaban el corazón: mi corazón, pugnaba por consumirse, tenía destino de hoguera, no entraba en el alma, ni en la mía, ni en la de la niña de las nubes. Esa misma niña que lo iría a quebrar la primera vez, y que yo tardaría en olvidar el tiempo exacto en que llegaba a mi vida otra igual pero mejor que la pasada por ser presente, por tener, ahora sí seguro y para siempre, mi futuro en sus ojos negros.

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