
Arturo era un perdedor. Perdió la tibieza del útero materno aquel mes de abril cuando decidió con asombro afrontar la desmesura de salir al mundo.
Siendo bebé, perdía horas con la mirada fija al descubrir las filigranas que podía realizar con sus pequeñas manos.
Fue creciendo y perdió la dificultad para hacerse comprender si quería ir a la plaza y volar desde el tobogán.
Comenzó la etapa escolar y perdió, botones del guardapolvo y algunas lágrimas si lo anclaban bajo la campana por correr durante los recreos.
Perdió la timidez para dirigirse a las chicas, el pudor al robar el primer beso, y el miedo al ridículo y bailar en el boliche.
Perdió admiración por algunos héroes de la historia, cuando descubrió su parte humana y a veces también indigna y solapadamente traidora.
Perdió amigos con el transcurrir del tiempo, carcajadas con algunas buenas películas. Perdió el trabajo en tiempos difíciles, clases en la facultad deambulando por la costanera, el pelo en la peluquería al cansarse de ser el flaco del pelo largo.
Perdió horas frente al mar esperando llegar la salida el sol y muchas otras fue testigo presencial frente al horizonte viendo despuntar el disco rojo y enorme de la luna todos los años como si fuera por primera vez.
Perdió la suela de las zapatillas tratando de conquistar aquella chica que conoció en las vacaciones, y lo ignoraba deliberadamente.
Perdió las llaves de su casa y tuvo que saltar la reja con la traumática consecuencia que casi pierde el sentido auditivo con los gritos de su mamá.
Casi daba por perdida la esperanza de encontrar el amor, tan especial que Arturo quisiera dure toda la vida y un día sorpresivamente, se perdió a sí mismo entre los brazos de Virginia.
AUTORA María del Carmen Castro
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