
La historia me la contó hace unos días
Sealtiel Alatriste, que además de ser mi editor
centroamericano y de prestarme su apellido para
cierto espadachín del XVII, es amigo mío.
Estábamos Sealtiel y el arriba firmante en una
cantina de México D.F., con una botella de
Herradura Reposado y unos mariachis cantando
‘Mujeres divinas’, que siempre nos pone nostálgicos;
la misma canción que a don Ibrahim –ese compadre
de la Niña Puñales y del Potro Mantelete- le
despertaba en Sevilla añoranza de su juventud
caribeña, portales de Veracruz y playas de
Acapulco, el reloj de Hemingway, María Bonita y
toda la parafernalia. Estábamos allí, les decía, ya
con el nivel del tequila por debajo de la línea de
flotación de la botella, y Sealtiel se puso a contarme
cosas. Y entre ellas, la vida de Sami.
Sami es un perro callejero que vagabundea
por la colonia del Valle de la capital mejicana, donde
vive Sealtiel. Cuando luego, interesado por su
historia, quise verlo, comprobé que se trata de un
esmirriado chucho blanco con manchas negras, a
medio camino entre un zorrillo y un pastor alemán,
con un toque chusma. No es de esos canes que
ladran a la gente, ni se acerca a olisquear a las
señoras dejándoles manchas húmedas en el trasero,
ni se aferra a la pierna de un transeúnte e intenta
violarla dale que te pego, como hacen otros.
Tampoco guarda las formas por educación, o
timidez. Se trata de un perro misántropo y poco
sociable, que no se hace iluciones y se resigna a
levantar la pata de vez en cuando para marcar su
territorio que sabe perfectamente no le pertenecerá
en su puta vida. Tal vez por eso –me informó
Sealtiel- Sami, que es chucho pacífico, mostró
siempre una radical conciencia de clase al pelearse
exclusivamente, echándole huevos al asunto, con
todos y cada uno de los perros de raza del barrio,
grandes y bien alimentados, a los que sus dueños
sacaban a pasear. Y claro. Un danés grande como
un castillo le sacó un ojo.
Los vecinos se dieron cuenta por
casualidad, pues Sami no se quejaba. Anduvo por la
colonia tuerto y callado hasta que una vecina se dio
cuenta, y compadeciéndose de él recolectó algunas
decenas de pesos para llevarlo en su coche al
veterinario. Y ahí Sami estuvo puritito charro y
valiente, muy a la altura de las circunstancias: no
mordió a nadie, ni orinó donde no debía, y ni
siquiera dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo
menos que un perro mejicano puede decir en tales
casos. Silencioso y estoico, fue devuelto a la calle
vendado, cosido y curado, como si volviera con Villa
de la toma de Zacatecas. Y los vecinos,
impresionados por las maneras del chucho,
empezaron a interesarse por él, a cooperar en su
restablecimiento con huesos y medicinas. Gente que
sólo se conocía de vista, que no se había dirigido
nunca la palabra antes, se paraba en la calle a
preguntar por Sami; y, como consecuencia, a
interesarse los unos por los otros. La cosa se
acentuó cuando a Sami lo atropelló un coche. Un
equipo de emergencia compuesto por la dueña de la
librería de la esquina, un señor a quien llaman ‘el
licenciado’ –todos los vecinos ignoran su nombre- y
la escritora Verónica Murguía, que también vive allí,
lo envolvieron en una colchoneta y lo llevaron al
veterinario; donde un par de vecinos más acudieron
a interesarse por su estado, y antes de que entrara a
cirugía le dieron una apresurada sesión de
transmisión de energía positiva llamada reiki, ante el
asombro de los veterinarios. Y se quedaron todos
afuera, fumando, esperando, mientras a Sami lo
operaban a vida o muerte.
Salió de ésa. Perdió la cola, tiene la pelvis
hecha cisco y cojea. Lo he visto, y les aseguro que
es una mierda de chucho; pero sigue vivo, come,
defeca trabajosamente en las aceras, pasea su
melancólica figura de veterano marginado, tuerto y
lleno de cicatrices, por las calles de la colonia del
Valle, y cuando suena la alarma de algún coche se
pone a ladrar acompañándola, como si de ese modo
quisiera pagar su deuda con el vecindario. Pero el
número de gente que se detiene a hablar de él ha
aumentado. Sus copropietarios se han convertido en
una especie de cofradía extravagante, sentimental,
que en una ciudad áspera y dura como es el D.F.,
donde cada cual va a su avío y no hay quien de
noche circule a pie por miedo a un asalto o a un mal
encuentro, se detienen a hablar, sonríen, se
saludan, se interesan unos por la vida de los otros.
Ese es el milagro de Sami: los hizo a todos mejores,
y lo saben. El chucho.
Sealtiel Alatriste, que además de ser mi editor
centroamericano y de prestarme su apellido para
cierto espadachín del XVII, es amigo mío.
Estábamos Sealtiel y el arriba firmante en una
cantina de México D.F., con una botella de
Herradura Reposado y unos mariachis cantando
‘Mujeres divinas’, que siempre nos pone nostálgicos;
la misma canción que a don Ibrahim –ese compadre
de la Niña Puñales y del Potro Mantelete- le
despertaba en Sevilla añoranza de su juventud
caribeña, portales de Veracruz y playas de
Acapulco, el reloj de Hemingway, María Bonita y
toda la parafernalia. Estábamos allí, les decía, ya
con el nivel del tequila por debajo de la línea de
flotación de la botella, y Sealtiel se puso a contarme
cosas. Y entre ellas, la vida de Sami.
Sami es un perro callejero que vagabundea
por la colonia del Valle de la capital mejicana, donde
vive Sealtiel. Cuando luego, interesado por su
historia, quise verlo, comprobé que se trata de un
esmirriado chucho blanco con manchas negras, a
medio camino entre un zorrillo y un pastor alemán,
con un toque chusma. No es de esos canes que
ladran a la gente, ni se acerca a olisquear a las
señoras dejándoles manchas húmedas en el trasero,
ni se aferra a la pierna de un transeúnte e intenta
violarla dale que te pego, como hacen otros.
Tampoco guarda las formas por educación, o
timidez. Se trata de un perro misántropo y poco
sociable, que no se hace iluciones y se resigna a
levantar la pata de vez en cuando para marcar su
territorio que sabe perfectamente no le pertenecerá
en su puta vida. Tal vez por eso –me informó
Sealtiel- Sami, que es chucho pacífico, mostró
siempre una radical conciencia de clase al pelearse
exclusivamente, echándole huevos al asunto, con
todos y cada uno de los perros de raza del barrio,
grandes y bien alimentados, a los que sus dueños
sacaban a pasear. Y claro. Un danés grande como
un castillo le sacó un ojo.
Los vecinos se dieron cuenta por
casualidad, pues Sami no se quejaba. Anduvo por la
colonia tuerto y callado hasta que una vecina se dio
cuenta, y compadeciéndose de él recolectó algunas
decenas de pesos para llevarlo en su coche al
veterinario. Y ahí Sami estuvo puritito charro y
valiente, muy a la altura de las circunstancias: no
mordió a nadie, ni orinó donde no debía, y ni
siquiera dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo
menos que un perro mejicano puede decir en tales
casos. Silencioso y estoico, fue devuelto a la calle
vendado, cosido y curado, como si volviera con Villa
de la toma de Zacatecas. Y los vecinos,
impresionados por las maneras del chucho,
empezaron a interesarse por él, a cooperar en su
restablecimiento con huesos y medicinas. Gente que
sólo se conocía de vista, que no se había dirigido
nunca la palabra antes, se paraba en la calle a
preguntar por Sami; y, como consecuencia, a
interesarse los unos por los otros. La cosa se
acentuó cuando a Sami lo atropelló un coche. Un
equipo de emergencia compuesto por la dueña de la
librería de la esquina, un señor a quien llaman ‘el
licenciado’ –todos los vecinos ignoran su nombre- y
la escritora Verónica Murguía, que también vive allí,
lo envolvieron en una colchoneta y lo llevaron al
veterinario; donde un par de vecinos más acudieron
a interesarse por su estado, y antes de que entrara a
cirugía le dieron una apresurada sesión de
transmisión de energía positiva llamada reiki, ante el
asombro de los veterinarios. Y se quedaron todos
afuera, fumando, esperando, mientras a Sami lo
operaban a vida o muerte.
Salió de ésa. Perdió la cola, tiene la pelvis
hecha cisco y cojea. Lo he visto, y les aseguro que
es una mierda de chucho; pero sigue vivo, come,
defeca trabajosamente en las aceras, pasea su
melancólica figura de veterano marginado, tuerto y
lleno de cicatrices, por las calles de la colonia del
Valle, y cuando suena la alarma de algún coche se
pone a ladrar acompañándola, como si de ese modo
quisiera pagar su deuda con el vecindario. Pero el
número de gente que se detiene a hablar de él ha
aumentado. Sus copropietarios se han convertido en
una especie de cofradía extravagante, sentimental,
que en una ciudad áspera y dura como es el D.F.,
donde cada cual va a su avío y no hay quien de
noche circule a pie por miedo a un asalto o a un mal
encuentro, se detienen a hablar, sonríen, se
saludan, se interesan unos por la vida de los otros.
Ese es el milagro de Sami: los hizo a todos mejores,
y lo saben. El chucho.
ARTURO PEREZ REVERTE
El Semanal 15 Marzo 1998
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