Se abren nuevas librerías en Buenos Aires, en Rosario, en Córdoba, en Mar de la Plata. Y el vino ha mejorado mucho. Otra señal emergente. Un viejo ciego borgiano podría ironizar en el bar Británico, en la esquina ilustrada con quiosco de prensa de la plaza Lezama: "Por mí apaguen la luz que seguiré leyendo". Y otro que se parece a Roberto Arlt añade: "¡Y bebiendo!". Pero no se apagan las luces. Ya nadie en Argentina piensa en colocar aquel letrero del adiós: "El último, que apague la luz".
En su Diario de Irlanda, Heinrich Böll pasa en bicicleta por delante de una cabaña, el amigo campesino ya no está, y él se muestra extrañado de que haya dejado la botella de leche en la puerta y la luz encendida. Una vecina comenta: "Es verdad, se ha dejado la luz encendida. Pero qué más da: no le van a enviar el recibo a Australia". Hay lugares donde nunca hay que dejar apagada la luz porque siempre se vuelve. Mientras Europa se achica, se marchita, provinciana y huraña, cosmopaleta, con su seudo-Unión convertida en un remedo contable del Sacro Imperio Franco Romano Germánico, en la América Latina se encienden nuevas luces y se ensaya un cosmopolitismo de la diversidad, un local universal. Mientras en Europa estamos atentos como ovejas negras a las tijeras de frauMerkel, y a las tijeritas de doña Espe, en América Latina está cambiando de verdad la política en un proceso en que destacan dos mujeres. Cristina Fernández, en Argentina, y Dilma Rousseff en Brasil. Es también mujer la presidenta del Banco Central argentino, la economista Marcó del Pont, de 50 años, con un discurso de aliento keynesiano frente a los trileros neoliberales. Así, Argentina y Brasil han convertido en eje de la acción estatal la inversión en educación pública. Y están levantando el vuelo, mientras aquí nos disponemos a vender hasta el alma.
Manuel Rivas
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